Magia Cotidiana - Cuento 4. La llamada del cielo

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1. El funeral interrumpido

El latín del párroco es un murmullo monótono. Dejo de prestarle atención. Necesito otro punto de referencia o me quedaré dormido con la letanía. Y no pienso quedarme en este maldito pueblo ni un minuto más de lo necesario. Diez años sin pisar Altomira, y todavía me parecen pocos. No te enfades conmigo, tía Margarita. Lo pasé muy bien aquí contigo todos aquellos veranos, pero estamos en el presente. A mí lo único que me queda en este pueblo es firmar los papeles de la casa familiar y largarme. Y a ti… bueno, este triste agujero y esas rosas rojas que algún idiota ha colocado sobre tu ataúd.

«Demasiado previsibles, Paco», habrías dicho, con esa media sonrisa tuya que tanto me desconcertaba, disimulando cuánto odiabas esas flores. Por lo menos, están recién cortadas: aún parecen moverse los pétalos. Pero, ¡qué cojones! Se está moviendo el ramo entero. Un centímetro, por encima de la madera pulida de tu ataúd. Las flores están… ¿flotando? Pero, ¿qué está sucediendo? ¿Es este uno de tus jueguecitos, tía abuela?

Parpadeo. Es el cansancio. Me estoy quedando dormido y me imagino lo que no hay. En cuanto termine este asunto, me tomo un café y me voy para Madrid. Mejor aún, me voy para Madrid y me tomo allí un buen café con churros y me olvido para siempre de este pueblo. Seguro que habrá sido una corriente de aire. Pero… no lo parece. Los cipreses se yerguen inmóviles, recortados contra este cielo de primavera demasiado azul. La verdad es que el pueblo era precioso. Lo sigue siendo: precioso… y pueblo. Es lo malo de los pueblos, que son pueblos. Bueno, yo me entiendo. Lo curioso es que nadie ha parecido notar nada raro.

Busco con la mirada alguna explicación, un hilo de pescar, un resorte oculto. Nada. Los rostros de los asistentes —caras curtidas, expresiones de dolor ensayado— siguen fijos en el cura, ajenos.

Calculo mentalmente… sí, ya está por terminar. Ya está el cura repitiendo de memoria sus últimas oraciones, sin leer su breviario. Espera. Las páginas del libro que el párroco sostiene con manos solemnes comienzan a pasar solas. Una, luego otra, como si una brisa invisible las hojeara, con una cadencia suave y antinatural. El hombre ni se inmuta.

Quizás necesite tomarme algo un poco más fuerte que un café. Esto no tiene ningún sentido. ¿Es que nadie más lo ve? La impotencia comienza a apoderarse de la falsa tranquilidad que he intentado transmitir desde que llegué al pueblo esta mañana. Quizás alguien más se haya dado cuenta, alguna mirada cómplice, alguien más que me confirme que no soy yo. El aire está quieto, cargado con el olor húmedo de la tierra y el incienso barato. Una inquietud gélida me recorre la nuca.

Entonces la veo. Lucía, De pie, discreta, en la esquina, me observa fijamente sin pestañear. Sus ojos no expresan sorpresa. Solo un reproche silencioso.

La mirada de Lucía me atrapa como un insecto en ámbar. No puedo apartar los ojos de los suyos, y de pronto los diez años que nos separan se comprimen en un instante insoportable. Su expresión no muestra sorpresa por el fenómeno que acabo de presenciar, sino algo peor: un reproche silencioso que me hunde como una piedra en el estómago.

Los recuerdos se deslizan por mi mente: aquellos veranos bajo los cipreses, sus dedos entrelazados con los míos, las promesas hechas con la ingenuidad de la adolescencia. Y después, el silencio. Las cartas acumulándose en mi buzón de Madrid, cada vez más gruesas, hasta que decidí devolverlas sin abrir. La última, con mi letra en el reverso: «Por favor, no insistas».

Lucía no ha cambiado tanto como debería. O quizás soy yo el que no ha cambiado lo suficiente. De repente, mi traje de arquitecto urbano, mi vida perfectamente diseñada en Madrid y mi lógica impecable parecen una construcción frágil frente a esa mirada que lo sabe todo.

No estoy aquí para esto. Solo vine a enterrar a mi tía abuela y firmar unos papeles.

Pero el peso de lo no dicho, de lo que hice y no hice, me aplasta contra el suelo del cementerio, mientras las flores siguen flotando imperceptiblemente sobre el ataúd.

—El arquitecto vuelve a casa. Supongo que ahora la gravedad le parece una ciencia respetable.

La voz carrasposa de don Tomás rompe el hilo invisible entre Lucía y yo. El anciano, apoyado en su bastón de madera nudosa, me observa con esa sonrisa torcida que siempre estaba cargada de significados ocultos. Su comentario, lo suficientemente alto como para que lo escuchen varias personas alrededor, provoca algunos murmullos y miradas en mi dirección.

La gravedad. La palabra cae como una sentencia. ¿Acaso ha visto también las flores flotando? ¿O es solo otra de sus pullas dirigidas al chico que se marchó jurando no volver jamás a este "pozo de supersticiones"?

El sudor me recorre la espalda bajo el traje. Me siento como un espécimen bajo un microscopio, diseccionado por miradas que conocen mis intimidades, mis debilidades. Lucía sigue observándome, ahora con una sombra de algo que podría ser compasión. Peor aún.

Miro el reloj. La ceremonia no puede durar eternamente. Unos minutos más y podré alejarme de estos ojos que me juzgan, de estas flores imposibles, de don Tomás y sus enigmas, de Lucía y nuestro pasado.

El párroco cierra finalmente su libro —cuyas páginas han dejado de pasar solas, gracias a Dios— y hace la señal de la cruz. El murmullo de los "amén" finales se eleva como una bandada de pájaros liberados y la congregación comienza a dispersarse con ese ritmo inconfundible de los pueblos: sin prisa pero sin pausa.

Algunos se acercan al ataúd para un último adiós. Otros forman pequeños grupos que intercambian recuerdos sobre Margarita. Mis padres ni siquiera han venido. "Un importante congreso en Singapur", me dijeron. Su ausencia no sorprende a nadie aquí; al fin y al cabo, ellos también huyeron de Altomira a su manera.

Aprovecho el movimiento general para dar un paso atrás, calculando mi ruta de escape hacia el coche. Solo necesito firmar los papeles en la notaría y podré estar de vuelta en la civilización para la cena.

Pero don Tomás, con la agilidad sorprendente de un octogenario, se materializa ante mí, bloqueando mi retirada como un guardián de piedra. Su bastón golpea suavemente el suelo, marcando un ritmo impaciente.

Mierda.

Don Tomás me estudia durante un segundo que se estira como chicle. La ironía anterior ha desaparecido de su rostro, sustituida por una gravedad —otra vez esa palabra— que no le había visto nunca.

—Tu abuela dijo que te lo diera cuando las cosas comenzaran a perder su peso.

Sus dedos nudosos extienden hacia mí un sobre amarillento, sellado con cera roja. El sello tiene una marca que reconozco: el símbolo que Margarita dibujaba en sus cuadernos de anotaciones cuando yo era niño.

El tiempo parece detenerse. Las flores sobre el ataúd. Las páginas del libro. "Cuando las cosas comenzaran a perder su peso..." La coincidencia es demasiado perfecta, demasiado calculada.

Me quedo inmóvil, incapaz de decidir si tomar el sobre significa aceptar también todo lo que conlleva: esta locura, este misterio, esta conexión con un lugar del que juré liberarme.

Mis dedos toman el sobre casi por voluntad propia. Es más pesado de lo que aparenta, como si contuviera algo más denso que papel.

—¿Qué significa esto, don Tomás? —la voz me sale más débil de lo que pretendía.

El anciano se encoge de hombros, repentinamente desinteresado.

—Yo solo cumplo promesas, Francisco. Tu abuela era una mujer extraordinaria. Y muy, muy precisa con sus predicciones.

Se aleja cojeando ligeramente, dejándome allí plantado con un sobre enigmático y mil preguntas atascadas en la garganta.

Observo a los asistentes dispersándose, la normalidad con que todos actúan. ¿Nadie más ha visto nada? ¿O todos fingen no ver, como llevo sospechando que hace este pueblo desde que tengo uso de razón?

El sobre parece arder entre mis manos. Mis certezas se tambalean como un edificio mal cimentado: la racionalidad en la que he construido mi carrera, mi vida, mi identidad. "Cuando las cosas comenzaran a perder su peso..." No hay ninguna explicación lógica para lo que he presenciado, ni para que Margarita supiera que ocurriría. A menos que...

No. Absolutamente no. No voy a caer en eso.

Me encuentro solo junto al ataúd de Margarita. El cementerio se va vaciando con esa lentitud ceremoniosa tan propia de los pueblos, donde incluso la muerte parece tener su propio ritmo pausado. El sobre pesa en mi mano como si contuviera plomo en lugar de papel. Lo giro entre los dedos, contemplando el sello de cera roja con el símbolo que mi tía abuela dibujaba obsesivamente en sus cuadernos.

«Cuando las cosas comenzaran a perder su peso...»

Levanto la mirada hacia el horizonte montañoso que rodea Altomira. Los cipreses, inmóviles. La tierra, firme bajo mis pies. Todo parece normal ahora, como si lo ocurrido hace unos minutos hubiera sido producto de mi imaginación. Pero sé lo que vi. Y lo más inquietante es que ella, de algún modo, también lo sabía.

El silencio del cementerio solo se ve interrumpido por el sonido de pasos alejándose y alguna conversación lejana. Mis padres deberían estar aquí. Su tía. Mi tía abuela. La única Miralles que aún quedaba aquí. Al menos hacer acto de presencia, aunque fuera por guardar las apariencias. Pero para ellos, Margarita siempre fue "la peculiar", la que se quedó en el pueblo cuando todos los demás escaparon, la que hablaba de cosas incomprensibles que preferían ignorar.

«Hay cosas que no encajan en vuestro mundo ordenado, Paco», me dijo una vez. En aquel momento creí que era la típica frase de una anciana excéntrica. Ahora, con las flores flotando sobre su ataúd, sus palabras adquieren un significado perturbador.

Guardo el sobre en el bolsillo interior de mi chaqueta, sintiendo su peso contra mi pecho. Debería estar ya en la carretera hacia Madrid, no aquí contemplando fantasmas. Tengo reuniones mañana. Proyectos que terminar. Una vida construida sobre principios sólidos, medibles, racionales.

Echo un último vistazo al ataúd. Las flores han vuelto a su sitio, como si nunca hubieran desafiado la ley de la gravedad. Quizás todo ha sido un engaño de mi mente cansada. Una alucinación provocada por el estrés, el jet lag de mi último viaje, o simplemente la culpa por haber mantenido tanta distancia con Margarita en sus últimos años.

Pero entonces, ¿cómo supo ella que hoy "las cosas comenzarían a perder su peso"?

Me paso la mano por el cabello, irritado conmigo mismo por permitir que estas tonterías me afecten. Diez años construyendo mi reputación como arquitecto racional, pragmático, y bastan cinco minutos en este pueblo para que empiece a cuestionarme la realidad.

Doy media vuelta para marcharme. Tres pasos. Me detengo. El sobre parece latir contra mi pecho, exigiendo atención.

Solo echaré un vistazo rápido a la casa antes de irme, me digo a mí mismo. Por Margarita. Para comprobar que todo está en orden antes de vender.

Pero una parte de mí sabe que voy en busca de respuestas.

2. La casa que se aligera

La puerta se resiste con un chirrido agónico, como protestando por mi regreso. Diez años sin pisar esta casa y ahora solo vuelvo para venderla. El olor a madera vieja y libros polvorientos me golpea con una familiaridad que duele más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Solo documentos, firmar y marcharme —musito para mis adentros, intentando anclarme a mi plan original.

El recibidor se abre al salón en penumbra. No me molesto en abrir las cortinas; cuanto menos vea de este lugar, mejor. Las paredes siguen cubiertas de aquellos mapas estelares y diagramas que tanto fascinaban a Margarita. Siempre entre estrellas, calculando ciclos y posiciones celestiales con una precisión maniática.

Avanzo hacia su despacho, donde supongo que encontraré los papeles que necesito. Un destello plateado capta mi atención por el rabillo del ojo. Me detengo en seco.

La pluma estilográfica de Margarita —aquella con la que realizaba sus cálculos astronómicos— está flotando a la altura de mis ojos, suspendida en mitad del aire como si la gravedad hubiera decidido tomarse un descanso precisamente ahí.

—Imposible...

Mi mano tiembla al acercarla. La pluma se mece suavemente, como empujada por una corriente invisible. Al tocarla, desciende dócilmente sobre mi palma.

Mi corazón se acelera. Sobre el escritorio, una fotografía comienza a elevarse. Es una imagen de Margarita, joven, de pie junto a un hombre que nunca conocí. Mi bisabuelo Esteban, según me contaron. La sigo con la mirada, atónito, mientras asciende hasta quedar suspendida a un metro del suelo.

Y luego otra. Y otra más.

Las gafas de Margarita se desprenden del estuche donde reposaban y se elevan con gracia, como si alguien invisible se las estuviera probando.

—No —murmuro, retrocediendo—. No, no, no...

Esto no es una ilusión, ni agotamiento, ni sentimiento de culpa. Es real. Y está pasando exactamente como Margarita predijo.

El sobre. El maldito sobre que arde en mi bolsillo.

Lo extraigo con dedos temblorosos, rompiendo el sello de cera roja. Dentro hay un papel doblado con meticulosa precisión. Al desplegarlo, reconozco inmediatamente la caligrafía precisa y diminuta de mi tía abuela.

«Querido Paco:

Si estás leyendo esto, significa que ha comenzado. Después de noventa y siete años, El Ascenso regresa a Altomira, tal como predijeron mis cálculos...»

Mi mente trata de descartar lo que acaban de ver mis ojos. La pluma flotante, las fotografías suspendidas, las gafas... todo desafía cada principio físico que conozco. Con un espasmo nervioso en las manos, rompo el sello del sobre que me dio don Tomás.

El contenido se despliega ante mí: páginas cubiertas de ecuaciones astronómicas, vectores gravitacionales y anotaciones en los márgenes con esa letra diminuta y precisa tan característica de Margarita. Reconozco algunos cálculos relacionados con ciclos celestes, posiciones planetarias y... ¿campos gravitacionales alternos? No tengo formación astronómica, pero mi especialidad en arquitectura paramétrica me permite entender la lógica matemática subyacente.

Entre los papeles aparece un mapa de Altomira, meticulosamente dibujado a mano. Varias zonas están marcadas con círculos rojos concéntricos, como epicentros de algo. La casa de Margarita —esta casa— está en el centro exacto, resaltada con tinta más oscura. El cementerio forma parte del segundo anillo. La biblioteca, el tercer círculo.

Hay fórmulas escritas en cada zona, como si Margarita hubiera estado calculando... ¿intensidades? ¿Tiempos?

—Tu abuela siempre tuvo dotes para la decoración —la voz de don Tomás me sobresalta desde el umbral. No le he oído entrar—. ¿Recuerdas cuando intentabas impresionar a Lucía con las leyes de Newton bajo este techo? —señala con su bastón hacia los objetos flotantes—. Parece que Newton ha presentado su dimisión.

Cierro el mapa de golpe, como un adolescente sorprendido con una revista prohibida.

—¿Cómo has entrado?

—La puerta estaba abierta —responde encogiéndose de hombros—. Como la mente de Margarita. Siempre abierta mientras la tuya se cerraba.

Mi instinto es negar lo que está pasando, buscar hilos invisibles, corrientes de aire, cualquier explicación. Pero don Tomás observa la escena con la tranquilidad de quien contempla la lluvia desde una ventana.

—¿Sabías que esto iba a ocurrir? —pregunto, incapaz de ocultar el temblor en mi voz.

—La pregunta, Paco, es si tú lo sabías —golpea el suelo con su bastón—. Tu tía abuela pasó cincuenta años preparándose para este día.

Las palabras de don Tomás sobre Lucía me golpean como un puñetazo en el estómago. Reprimo una mueca y doblo cuidadosamente el mapa, intentando que mis manos no delaten mi turbación.

—No he venido por una clase de física aplicada —respondo, guardando los documentos en el bolsillo interior de mi chaqueta—. Solo necesito los papeles de la casa y me marcho. Además, hace diez años que nadie me llama Paco. Ahora soy Francisco, o don Francisco, cuando estoy trabajando en mi estudio.

—Qué prisa —don Tomás camina por la habitación con pasos lentos, estudiados, golpeando su bastón contra el suelo en un ritmo irregular que me pone los nervios de punta—. ¿Temes encontrarte con ella?

Lucía. Su nombre resuena en mi cabeza como un eco en una cueva profunda.

—No temo nada —miento, mientras busco entre los papeles del escritorio, evitando mirar a los objetos que siguen flotando—. Me están esperando en Madrid para esta misma tarde.

Don Tomás suelta una carcajada seca que rebota en las paredes de madera.

—¿Y crees que Altomira te dejará marchar tan fácilmente? —da un golpe con el bastón justo cuando una fotografía enmarcada se eleva del escritorio—. El pueblo tiene memoria, Francisco. Y a veces, esa memoria pesa. O... deja de pesar, según se mire.

Estoy a punto de responderle cuando un portazo resuena en la entrada. Pasos apresurados atraviesan el recibidor. Conozco ese ritmo. Lo reconocería en cualquier parte.

—¡Don Tomás! ¿Está aquí? —la voz de Lucía se acerca por el pasillo, alterada, urgente—. ¡Ha empezado en la biblioteca! Los libros están...

Se detiene en seco al verme. Sus ojos, esos que tantas veces me miraron con adoración adolescente, ahora me atraviesan con una mezcla de sorpresa y algo más frío, más calculado. Lleva el pelo recogido en una coleta desordenada, y su chaqueta negra, la misma del funeral, muestra manchas de polvo en los hombros.

—Francisco.

Dice mi nombre como quien constata un hecho, sin emoción aparente. Sus ojos, esos que solían iluminarse cuando me veían llegar cada verano, ahora me atraviesan como si yo fuera transparente. Pero sus manos, siempre delatoras, se crispan levemente contra su costado.

—Los libros en la biblioteca están flotando —continúa, dirigiéndose a don Tomás mientras me ignora deliberadamente—. Toda la estantería que ordenó Margarita el mes pasado.

Mi cerebro intenta procesar la información mientras observo cómo sus manos tiemblan ligeramente. Está asustada, pero hay algo más en su mirada. ¿Fascinación?

—¿Más objetos flotando? —pregunto, intentando sonar profesional, distante. Como si estuviera evaluando un problema estructural en cualquier edificio de Madrid.

—La sección completa de astronomía —responde Lucía, sacando su móvil—. Y ahora esto.

Me muestra la pantalla. Una transmisión en vivo: una chica con ropa de diseño de un llamativo verde esmeralda y maquillaje perfecto sonríe a la cámara mientras manipula un pequeño frasco de perfume que flota ante ella.

—Literalmente, no puedo creer lo que estoy viviendo, chicos —dice la joven con voz entusiasta—. Vine a Altomira para un reportaje sobre pueblos pintorescos; y ¡los colores naturales son tan cool para mis posts! Pero ahora vivo una experiencia sobrenatural. ¡Todo está flotando! ¿No es increíble?

—Luna Montalvo —explica Lucía con amargura—. Influencer de lifestyle. Millón y medio de seguidores. Llegó ayer para promocionar el turismo rural y ahora...

Me quedo inmóvil, mirando la pantalla del móvil de Lucía. La influencer —Luna, según ha dicho Lucía— sostiene un frasco de perfume que flota mientras lo mueve como si fuera un juguete nuevo. Sus uñas, perfectamente manicuradas y de un color verde a juego con su vestido, rozan apenas el cristal que se mece en el aire.

—¡Esto es supermágico, chicos! —exclama con una sonrisa deslumbrante—. ¡Os juro que no es ningún truco! Venía a fotografiar este pueblecito encantador, con estos colores naturales tan auténticos y todo ese rollo, pero esto... ¡es mucho mejor para mi feed!

La cámara gira para mostrar a un grupo de personas maravilladas, señalando varios objetos que flotan en la plaza. Reconozco el quiosco central, las jardineras y la fuente donde Lucía y yo... Aparta ese recuerdo ahora mismo.

—Maravilloso —apostilla don Tomás, apoyando ambas manos en su bastón mientras mira la pantalla con un desdén mal disimulado—. Cincuenta años estudiando el fenómeno para que una niñata con un móvil y un vestido verde lo haga famoso en diez minutos. Tu tía abuela debe estar revolviéndose en su tumba... posiblemente hacia arriba.

A pesar de la tensión, no puedo evitar una mueca que casi es una sonrisa. El humor negro de don Tomás siempre fue así de certero.

—¿Cuántos seguidores tiene? —pregunta, inclinándose hacia la pantalla.

—Un millón y medio —responde Lucía, recogiendo un mechón rebelde tras su oreja.

—Pues ya tenemos un millón y medio de turistas para mañana —sentencia don Tomás.

Antes de que pueda procesar lo que está sucediendo, un timbre estridente rompe la tensión. El teléfono fijo de la casa, uno de esos antiguos aparatos de baquelita negra que Margarita nunca quiso cambiar, resuena como una alarma de incendios.

Miro a Lucía, que a su vez mira a don Tomás. Ninguno se mueve.

Con un suspiro, me acerco y descuelgo el auricular.

—¿Diga?

—¿Francisco Miralles? —la voz del otro lado suena autoritaria.

—Sí, soy yo.

—Soy Julián Vega, el alcalde. Siento interrumpir en un día como hoy, pero tenemos una situación de emergencia. Necesitamos un arquitecto urgentemente.

Mi cuerpo se tensa por completo.

—Disculpe, pero yo solo he venido para el funeral y arreglar unos papeles. Tengo un compromiso esta noche en Madrid.

—Francisco —me interrumpe el alcalde—, los objetos están flotando por todo el pueblo. Hay grietas apareciendo en algunas estructuras. Necesitamos a alguien que evalúe la estabilidad de los edificios, especialmente los más antiguos. Eres el único arquitecto disponible.

Aprieto el puente de mi nariz, cerrando los ojos con fuerza.

—Alcalde, entiendo la situación, pero...

—Tu tía abuela siempre dijo que eras brillante —vuelve a cortarme—. Y ahora mismo, esa brillantez es justo lo que este pueblo necesita.

Cuelgo el teléfono con un movimiento lento, como si el plástico negro de aquel aparato antiguo pesara una tonelada. Percibo las miradas de Lucía y don Tomás clavadas en mi nuca, esperando.

—El alcalde quiere que revise la estabilidad de los edificios —murmuro, girándome hacia ellos—. Como si un fenómeno que hace flotar objetos pudiera gestionarse con un manual de arquitectura.

Don Tomás suelta una risotada seca.

—¿Y qué esperabas? ¿Que llamara al mismísimo Newton para pedirle explicaciones?

Doy un paso hacia el escritorio donde el mapa de Margarita parece llamarme. Lo despliego nuevamente y observo los círculos concéntricos, los cálculos meticulosos. No entiendo la mitad de las anotaciones, pero reconozco patrones matemáticos que guardan cierta similitud con los modelos paramétricos que desarrollé para mi tesis doctoral.

—Esto no es coincidencia —digo, más para mí mismo que para ellos—. Margarita sabía exactamente lo que iba a ocurrir.

Lucía se acerca, manteniendo una distancia prudencial, pero lo suficientemente cerca para que su perfume —el mismo de hace diez años, maldita sea— llegue hasta mí.

—Solo estoy aquí por deferencia a tu tía abuela —aclara con frialdad—. Margarita compartió muchas ideas conmigo en este tiempo. Te escribí diecisiete cartas contándotelo.

»Las últimas seis me las devolviste sin abrir —añade, con una amargura tan densa que casi podría tocarse.

El reproche golpea como un puñetazo. Quiero defenderme, explicarle que mantener distancia era necesario, que tenía miedo de quedar atrapado en este pueblo, en sus supersticiones, en ella. Pero las palabras no salen.

En ese momento, una pluma, un pisapapeles y tres lápices se elevan simultáneamente del escritorio. La lista de la compra que había sobre la mesa asciende como una hoja de otoño arrastrada por el viento. En el exterior, a través de la ventana, distingo varios objetos flotando sobre el jardín. La anomalía se está extendiendo.

Me paso la mano por el pelo. ¿Cómo se supone que debo lidiar con esto? Había planeado firmar, vender, olvidar. Regresar a Madrid a tiempo para una cena con clientes. La vida ordenada y predecible que me he construido se desmorona ante mis ojos como un castillo de naipes.

—Tengo que hacer unas llamadas —digo, sacando el móvil del bolsillo.

No hay cobertura.

Lucía esboza una sonrisa irónica.

—Las redes dejaron de funcionar hace diez minutos. Solo la línea fija sigue operativa.

Atrapado. La palabra resuena en mi cabeza con ecos de presagio. Atrapado en Altomira, en el pasado, en los secretos de Margarita, en la mirada dolida de Lucía, en un fenómeno que desafía todo lo que creía saber sobre física.

Observo los papeles en mis manos, el mapa con sus marcas meticulosas. Mi instinto de huida se encuentra con algo más profundo, algo que pensé haber enterrado: curiosidad. La misma que me llevaba, años atrás, a escuchar embelesado las teorías de Margarita bajo el cielo estrellado de su observatorio improvisado.

3. Los cuadernos de Margarita

El lápiz se desliza sobre el papel con la facilidad que siempre ha tenido en mis manos, pero las líneas que trazo ahora parecen burlarse de mí. Arquitectura paramétrica, estructuras tensegríticas, distribución de cargas... conceptos que domino desde la universidad y que hoy, en esta sala del ayuntamiento reconvertida en oficina improvisada, me resultan inútiles como un martillo bajo el agua.

—No tiene sentido —murmuro, arrugando el decimotercer boceto.

Lucía, sentada en la esquina opuesta, levanta la vista de su tableta. Ha estado tecleando frenéticamente, recuperando información sobre fenómenos similares, sin éxito. Su expresión lo dice todo: estamos perdiendo el tiempo.

—Son solo parches —me confieso, soltando el lápiz que, paradójicamente, no flota, sino que rueda obediente a la gravedad sobre la mesa, lo que aún me frustra más—. Los anclajes podrían sujetar temporalmente algunos edificios, pero no sabemos si la fuerza aumentará o cambiará de dirección.

Contemplo mis dibujos: estructuras con tensores subterráneos, sistemas de contrapesos, refuerzos para cimientos que nunca fueron diseñados para resistir una inversión gravitacional. Buena teoría, excepto que ningún manual de ingeniería contempla este escenario.

—Es como intentar detener una inundación con cubitos de playa—digo en voz alta.

—Al menos estás intentándolo —responde Lucía, con un tono que no logro descifrar si es sincero o sarcástico—. Margarita pasó décadas estudiando el fenómeno, Francisco. Décadas. Y tu bisabuelo antes que ella.

La mención de mi bisabuelo golpea como algo inesperado. En las historias familiares, Esteban Miralles murió en un accidente minero, no estudiando anomalías gravitacionales.

—¿Mi bisabuelo? —pregunto, girándome hacia ella.

Lucía muerde su labio inferior, gesto que recuerdo perfectamente.

—Margarita tenía un estudio, un... espacio de trabajo. No en la casa —hace una pausa—. Bueno, no exactamente en la parte visible de la casa.

Arrugo el ceño.

—¿De qué hablas?

—Hay un sótano —dice finalmente—. Tu tía abuela me mostró una vez parte de sus investigaciones. Hay cuadernos, muchos cuadernos. Todos idénticos, todos llenos de cálculos, observaciones.

Dejo caer el lápiz. Los bocetos de anclajes me parecen ahora ridículamente simplistas.

—¿Y me lo dices ahora?

—Solo estoy aquí porque la mitad de mi biblioteca está flotando —replica, evitando mi mirada—. Y porque, aunque me cueste admitirlo, esto va más allá de libros viejos y tejados agrietados.

La ropa de Lucía se mece ligeramente mientras desciende por las estrechas escaleras delante de mí. El aire es más fresco aquí abajo, húmedo contra mi piel. Sigo sus pasos, con Don Tomás cerrando nuestra pequeña expedición, su bastón golpeando cada escalón con un ritmo que me irrita los nervios.

—Margarita construyó este lugar poco a poco, durante años —explica Lucía, apartando una cortina de cuerdas que cuelgan del techo—. Al principio era solo un almacén, pero...

Su voz se apaga cuando enciende el interruptor y la luz revela lo que hay ante nosotros. Mi respiración se corta.

No es un almacén. Es un laboratorio, un observatorio, una biblioteca y un taller, todo comprimido en un espacio no mayor que el salón de arriba. Estanterías desde el suelo hasta el techo, repletas de cuadernos idénticos, de tapas negras, con fechas escritas en los lomos. Cajas meticulosamente etiquetadas. Mapas astronómicos y topográficos de Altomira clavados en las paredes. Un telescopio antiguo en una esquina.

—Joder —es lo único que consigo articular.

Lucía avanza, pasa los dedos por los lomos de los cuadernos como si fueran viejos conocidos. Miro a Don Tomás, que examina el lugar con una expresión indescifrable.

—¿Tú sabías de esto? —le pregunto.

El anciano suelta una risa corta y seca.

—Tu tía abuela no era de las que guardaban todos los huevos en la misma cesta —responde, apoyándose en su bastón—. "El Ascenso." Un nombre pomposo para describir cómo salir volando. Aunque admito que tu abuela tenía método. Cincuenta años buscando pruebas mientras todos la llamábamos loca, yo incluido.

Sus palabras me caen como piedras. Imagino a Margarita, sola en este sótano durante décadas, documentando meticulosamente un fenómeno que nadie creía real.

—¿El Ascenso? —repito.

—Así lo llamaba ella —Lucía toma uno de los cuadernos— Y, en ocasiones, La llamada del cielo. Lo documentó todo, cada inversión gravitacional menor, cada rumor, cada evidencia histórica. Mira, este es de 1971.

Me pasa el cuaderno. La caligrafía de Margarita, precisa y minuciosa, llena cada página de cálculos astronómicos, diagramas de la posición estelar, observaciones de fenómenos locales.

Don Tomás se acerca a otra estantería, extrae otro cuaderno.

—Este es de los buenos —dice—. 1982. Cuando contactó con aquel profesor de Madrid.

Tomo el cuaderno que me ofrece y lo abro con cuidado. La primera página contiene un título simple pero impactante:

El Ascenso - Ciclo Calculado: 97 años. Próxima ocurrencia: 2025.

Los números en los cuadernos de Margarita me revelan un lenguaje que no esperaba entender tan bien. Ecuaciones que, a primera vista, parecen disparatadas se alinean bajo mi mirada de arquitecto con una lógica interna implacable. Reconozco patrones, ciclos, predicciones. Mi tía abuela no era una lunática obsesionada con supersticiones—era una científica metódica trabajando sin los recursos adecuados.

—97 años —murmuro, pasando las páginas amarillentas—. El ciclo completo.

Lucía asiente, hombro con hombro pero manteniendo una distancia estudiada, como si entre nosotros hubiera una línea invisible que no se atreviera a cruzar.

—Margarita estaba convencida de que era predecible, no un fenómeno aleatorio —señala una serie de anotaciones—. Observa estas fechas: 1831, 1928, 2025...

Mi dedo se detiene sobre una página específica. Una fotografía en blanco y negro muestra a un grupo de mineros frente a lo que parece ser la entrada de una mina. Uno de ellos, en el centro, tiene un rostro que me resulta vagamente familiar.

—"Esteban Miralles y cuadrilla, pocas horas antes de El Ascenso de 1928" —leo el pie de foto escrito a mano.

El aire del sótano parece volverse más denso. Mi bisabuelo no murió en un accidente minero. No hubo derrumbe.

—"Entre los testigos —continúo leyendo, mi voz extrañamente calmada—, cinco personas ascendieron ese día. Mi padre entre ellos."

Don Tomás se acerca, apoyando su mano nudosa sobre mi hombro.

—Margarita tenía ocho años cuando ocurrió —dice—. Vio a su padre elevarse y no regresar. Dedicó cada día restante de su vida a entenderlo.

Una mezcla de ira y tristeza me atraviesa. No por Margarita o su trabajo, sino por el silencio de mi familia. Las mentiras contadas. La verdadera historia borrada y reemplazada.

—¿Por qué nadie me lo contó? —mascullo—. Ni siquiera mis padres...

—Tu abuelo Fermín huyó de Altomira en cuanto pudo —responde Don Tomás—. La gente no siempre quiere recordar lo que no puede explicar.

Lucía, que ha estado revisando otra sección de estanterías, se detiene de repente. Sostiene un volumen diferente, más antiguo, con las esquinas gastadas y el lomo agrietado.

—Creo... creo que deberías ver esto —dice, extendiéndolo hacia mí con cuidado de no rozar mi mano.

—¿Qué es?

—Mira esto. Parece el diario de tu bisabuelo —responde—. La caligrafía es diferente. Más fuerte, más angulosa.

Tomo el cuaderno y lo abro con reverencia. Un escalofrío me recorre la espalda al ver los trazos decisivos, los diagramas precisos. Croquis de un mecanismo que parece diseñado para medir fluctuaciones en campos gravitacionales, utilizando principios que, asombrosamente, no están tan alejados de los que yo mismo estudié en mi doctorado.

Las primeras palabras de mi bisabuelo me golpean con fuerza: "Algo nos llama desde arriba. No es Dios. Es algo más. Y pienso averiguar qué."

La correspondencia aparece en una caja metálica que Lucía extrae de detrás de un mapa estelar. Cartas pulcramente organizadas por fecha, envueltas en cordel, con el remitente escrito en la primera página: "Doctor Alejandro Velasco, Departamento de Astrofísica, Universidad Complutense de Madrid."

—Velasco —murmuro, pasando los dedos por el papel amarillento—. He leído algunos de sus artículos sobre anomalías gravitacionales cuando preparaba mi tesis.

Es como si dos mundos que jamás pensé que podrían encontrarse estuvieran colisionando en mis manos. Mi bisabuelo, mi tía abuela, y ahora un científico respetado cuyo trabajo he estudiado.

—Margarita le escribió en 1965 —explica Lucía, su voz sorprendentemente suave—. Le envió sus observaciones iniciales. Todos esperaban que la ignorara...

—Pero no lo hizo —completo, leyendo el encabezado de la primera respuesta.

"Estimada Sra. Miralles: Sus observaciones sobre las fluctuaciones gravitacionales cíclicas en Altomira representan el conjunto de datos más fascinante que he tenido el privilegio de examinar en mi carrera..."

Despliego más cartas, fechadas a lo largo de tres décadas. Diagramas compartidos, teorías refinadas juntos. Velasco visitando Altomira varias veces, trayendo equipos, libros, validando el trabajo de Margarita cuando nadie más lo hacía.

Don Tomás observa en silencio mientras me sumerjo en este intercambio científico. Por primera vez desde que lo conozco, no hay ironía en su mirada, solo una melancolía profunda.

—Tu tía abuela no era una vieja chiflada, Francisco —dice finalmente, su voz más baja y áspera que nunca—. Era una mujer extraordinaria atrapada en un tiempo y lugar que no supo valorarla.

Algo se quiebra en su expresión habitualmente sarcástica. Se apoya más pesadamente en su bastón.

—Margarita me pidió una vez que cuidara de ti si volvías, cuando ella no estuviera —confiesa, mirando hacia los mapas en la pared en lugar de enfrentarse a mis ojos—. Le dije que era absurdo, que nunca regresarías. Parece que perdí la apuesta.

Trago saliva con dificultad. La imagen de Margarita, en sus últimos días, preocupándose por mí, por mi regreso, me desarma completamente.

—No sabía...

—Claro que no sabías —me interrumpe Don Tomás—. Estabas demasiado ocupado escapando. Como tu abuelo. Como tu padre.

Sus palabras no contienen reproche, solo una triste constatación. Miro los cuadernos, las cartas, los años de trabajo meticuloso de Margarita, su correspondencia con Velasco. No estaba loca ni confundida. Estaba siguiendo el método científico con los medios a su alcance, documentando un fenómeno que sabía que regresaría, preparándose para este día.

Y yo, con mi arrogancia académica, nunca le di la oportunidad de ponerme al corriente de sus investigaciones.

Sostengo el diario de mi bisabuelo en mis manos, y es como si el tiempo se comprimiera. Sus cálculos, sus diagramas—rudimentarios pero brillantes—parecen hablarme directamente a través de las décadas. Recorro con el pulgar los trazos angulosos, sintiendo una conexión que nunca imaginé posible.

—Utilizó principios de tensión estructural para medir fluctuaciones gravitacionales —murmuro, más para mí que para los demás—. Antes de que existiera terminología para esto.

Mi vista salta de los cuadernos de Margarita a las cartas de Velasco y de vuelta al diario de Esteban. No son las divagaciones de una familia de excéntricos. Son las piezas de un rompecabezas científico que abarca tres generaciones.

«He estado tan ciego.»

Me siento en un taburete desvencijado, abrumado. Durante años, he percibido a Margarita como la tía peculiar que todos toleraban con indulgencia. La había reducido a una caricatura: la vieja excéntrica obsesionada con supersticiones.

—Necesito todos los cuadernos a partir de 2000 —digo, poniéndome de pie con una energía renovada—. Y los cálculos finales de Velasco. Si vamos a entender esto, necesitamos la imagen completa.

Lucía me mira con una mezcla de sorpresa y algo que podría ser aprobación.

—¿Ya no quieres solo contener el problema? —pregunta, cautelosa.

—No podemos contener algo que no entendemos —respondo, sintiendo cómo mi perspectiva se transforma mientras pronuncio las palabras—. Margarita no estaba tratando de detener El Ascenso; estaba intentando comprenderlo, tal vez incluso modularlo.

Captar la profundidad de sus conocimientos y la complejidad de sus investigaciones me deja atónito. Los anclajes que había estado diseñando arriba eran exactamente el enfoque equivocado, un parche temporal a un fenómeno natural que va mucho más allá de mi capacidad de percepción.

El conocimiento que buscaba no estaba en mis libros de arquitectura, sino aquí, enterrado bajo la casa de mi abuela, esperando todo este tiempo.

Tomo otro cuaderno y lo abro al azar. Las páginas están llenas de mediciones atmosféricas correlacionadas con pequeñas anomalías gravitacionales a lo largo de décadas. El nivel de detalle me deja sin aliento.

—Es extraordinario —admito, con un nudo en la garganta—. Todo este tiempo pensé que estaba... Dios, fui tan arrogante.

Don Tomás suelta una risa suave, carente de su habitual mordacidad.

—Ella siempre dijo que volverías cuando fuera necesario. Que serías tú quien completaría su trabajo.

Me quedo mirando las manos de Esteban en la fotografía, manos que hace casi un siglo trazaron los diagramas que ahora sostengo. Luego a las estanterías llenas del meticuloso trabajo de Margarita. Mi familia no estaba huyendo de la ignorancia rural, como siempre creí: estaba huyendo de una verdad demasiado grande para aceptar.

Y ahora esa verdad me espera, mientras el pueblo comienza a elevarse sobre nuestras cabezas.

4. La división del pueblo y el Modulador

El sol poniente dibuja franjas doradas y púrpuras en el cielo mientras ajusto los últimos cálculos. Los anclajes deberían funcionar, al menos en teoría. Sujeto las ecuaciones con ambas manos para evitar que floten. El papel se siente ligero, cada vez más liviano entre mis dedos. Mal presagio.

Según los planos de Margarita, las fijaciones metálicas que he instalado en puntos específicos del perímetro externo deberían estabilizar la fluctuación gravitacional, al menos temporalmente. Pero algo no encaja. Los diagramas muestran un sistema de contrapesos y anclajes, pero hay símbolos adicionales, líneas que convergen hacia un punto central que no logro identificar.

Extiendo los planos sobre la mesa mientras las sombras se alargan por la habitación. El papel se curva ligeramente hacia arriba, como respirando. Sigo la trayectoria de las líneas con mi dedo y todas parecen señalar a un mismo lugar: el tejado.

—Tiene que haber otra parte del sistema —murmuro, recogiendo apresuradamente los planos.

Subo las escaleras hasta el último piso, donde una escalerilla metálica conduce a una trampilla. Nunca había subido aquí en mis visitas de niño; Margarita siempre mantenía esta zona cerrada. La trampilla cede con un chirrido metálico.

El observatorio. Claro. Había olvidado que existía este espacio.

Me quedo paralizado. Ante mí se alza una estructura que parece sacada de un sueño steampunk: engranajes de latón, esferas concéntricas, cristales tallados y mecanismos intrincados que dibujan órbitas imposibles. Todo conectado con una precisión que reconozco inmediatamente como arquitectura paranormal de alto nivel. Mi especialidad.

El Modulador ocupa el centro del espacio como una catedral en miniatura. Bajo su cúpula cristalina, varios discos giran lentamente, casi imperceptibles, sin aparente fuente de energía. Tres anillos metálicos se entrelazan formando ejes perpendiculares, sosteniendo lo que parece un mapa tridimensional del pueblo y sus alrededores.

—El Modulador —la voz de Lucía me sobresalta. Está en la entrada del observatorio, mirándome con una expresión indescifrable—. Venía a ayudarla cada semana. Me contaba sus teorías mientras trabajaba en él.

Levanto la vista, incapaz de ocultar mi asombro.

—¿Conocías esto y no me lo dijiste?

Lucía me devuelve una fría mirada. Me arrepiento de inmediato de la pregunta.

Desde mi posición junto al Modulador, observo a don Tomás subir los últimos peldaños con sorprendente agilidad para su edad. Su respiración agitada no le impide arquear una ceja mientras examina mi expresión de asombro.

—Si crees que esto es impresionante —dice, apoyándose en su bastón—, deberías haberla visto trabajar. Tu abuela construyó esto pieza a pieza durante años. Si lo estropeas, te perseguiré aunque tenga que volar hasta la estratosfera con mi artritis.

Hay algo en su tono, una mezcla de advertencia sincera y cariño rudo, que me recuerda a las tardes de verano cuando me regañaba por trepar demasiado alto en los árboles del jardín.

—No pretendo estropearlo —respondo, acercándome al mecanismo central—. Solo entenderlo.

La explicación que me había dado Lucía sigue revoloteando en mi mente. Venía cada semana. Le contaba sus teorías. Mientras tanto, yo devolvía sus cartas sin abrir.

Paso mis dedos sobre la superficie pulida de los anillos concéntricos. El metal está tibio, casi vivo. Cada engranaje, cada conexión, responde a un propósito preciso. Reconozco elementos de las teorías que desarrollé en mi tesis doctoral sobre arquitectura reactiva a campos magnéticos, pero llevados mucho más allá, hacia territorios que solo había intuido en mis investigaciones más audaces.

—Es asombroso —murmuro casi para mí mismo.

Los discos centrales giran con una precisión matemática que me resulta familiar. Mi mente de arquitecto comienza a descifrar el lenguaje estructural del aparato: no es un sistema de contención, como había supuesto con mis anclajes. Es algo mucho más sofisticado.

—No está diseñado para detener nada —digo, sintiendo cómo las piezas encajan en mi comprensión—. Es un modulador de frecuencia gravitacional. No pretende impedir el fenómeno, sino... sintonizarlo.

Ajusto mi posición para examinar la base del mecanismo. Hay marcas, anotaciones en la caligrafía precisa de Margarita, junto a símbolos que parecen mapear puntos específicos del pueblo.

—Ella no quería evitar que Altomira se elevara —continúo, mientras las implicaciones se despliegan en mi mente—. Quería controlar cómo sucedía.

Un crujido sacude el suelo bajo mis pies. A través de la pequeña ventana circular del observatorio, veo cómo una grieta zigzagueante atraviesa la calle principal de Altomira. Dos árboles se desprenden suavemente de la tierra, sus raíces danzando en el aire como medusas en un océano invisible.

—¡Está empeorando! —exclamo, ajustando instintivamente uno de los diales del Modulador.

El smartphone de Lucía emite la voz estridente de Luna Montalvo: «¡Increíble, chicos! ¡Literalmente estoy documentando cómo medio pueblo se separa del suelo! ¿Ven esas grietas? ¡Son reales! ¿Alguien más nota que siento menos peso? ¡Mi pelo está como en gravedad cero y es divinoooo

La imagen muestra a la influencer haciendo piruetas en la Plaza Central, donde las baldosas se separan lentamente y la fuente expulsa agua que forma esferas perfectas que permanecen suspendidas. Su transmisión tiene ya miles de espectadores.

El estruendo de pasos en la escalera precede al alcalde, quien irrumpe en la habitación seguido por una docena de vecinos aterrorizados.

—¡Miralles! —brama, su rostro congestionado y brillante de sudor—. ¡La mitad de la iglesia acaba de desprenderse del campanario! ¡Los niños de la escuela están atados con cuerdas para no flotar! ¡Haz algo, por Dios!

Los vecinos agolpados tras él murmuran con angustia, algunos señalando hacia el Modulador con una mezcla de temor reverencial y esperanza desesperada.

—Estamos trabajando en ello —respondo secamente, volviendo mi atención al mecanismo.

—¿Trabajando? —escupe el alcalde—. ¿Con esta... esta cosa de feria? ¡Necesitamos soluciones reales, no artefactos de tu loca abuela!

Noto cómo mis nudillos se tornan blancos sobre el metal del Modulador. Un instante antes de que pueda responder, Lucía se interpone entre nosotros.

—Julián, por favor —dice con firmeza—. Este "artefacto" es probablemente lo único que puede ayudarnos ahora.

La sorpresa me paraliza momentáneamente. Su intervención, tras horas de frialdad calculada hacia mí, descoloca al alcalde lo suficiente para hacerlo callar. Lucía se gira y me mira directamente a los ojos por primera vez en todo el día. La animosidad personal se desvanece momentáneamente bajo el peso de la emergencia colectiva.

—Francisco —dice con una voz que mezcla esperanza y vulnerabilidad—. ¿Puedes arreglarlo?

La pregunta queda suspendida entre nosotros. Examino el Modulador, las ecuaciones de Margarita, los diagramas del bisabuelo Esteban. Pienso en las cartas no leídas, en mi rechazo a todo lo que no encajara en mi visión racional del mundo. En lo que Margarita intentó explicarme cuando me marché.

—No creo que esto tenga arreglo —respondo finalmente, encontrando una extraña certeza en esas palabras.

—Quiero decir que no estoy seguro de que haya algo que arreglar —repito con más firmeza, mientras mi mente conecta todas las piezas del rompecabezas.

Las miradas incrédulas del alcalde y los vecinos me taladran, pero ya no me importa. Algo ha cambiado dentro de mí. Acaricio el borde del Modulador, sintiendo su vibración sutil bajo mis dedos. Este no es un mecanismo de contención, como había pensado inicialmente. Es infinitamente más sofisticado.

—Margarita no quería detener esto —continúo, señalando hacia la ventana donde Altomira se fragmenta lentamente—. Llevaba toda su vida estudiándolo, no para evitarlo, sino para entenderlo y guiarlo.

Don Tomás asiente levemente, su rostro arrugado iluminado por un destello de reconocimiento.

—Todos hemos estado enfocando esto mal. No es un accidente, ni una catástrofe que prevenir. Es un ciclo natural —mis manos trazan los contornos del mecanismo mientras hablo—. El Ascenso ocurre cada noventa y siete años. Mi bisabuelo Esteban no murió en un accidente; él ascendió. Y Margarita no intentaba evitar que volviera a ocurrir.

El rostro del alcalde se contorsiona en una mueca de incomprensión.

—¿Estás diciendo que debemos dejar que medio pueblo se desprenda y flote hacia el espacio? ¡Es una locura!

—No exactamente —respondo, ajustando uno de los anillos del Modulador—. Estoy diciendo que no podemos detenerlo, pero sí modularlo. El pueblo se está dividiendo porque así debe ser, pero podemos influir en cómo ocurre.

Dirijo mi mirada a Lucía, buscando en sus ojos algún indicio de que me entiende. Su expresión ha cambiado; la frialdad se ha convertido en algo más complejo, una mezcla de asombro y reconocimiento.

—Es lo que ella siempre dijo —murmura Lucía—. «No se trata de aferrarse al suelo, sino de encontrar tu propio peso». Pensé que era una de sus frases poéticas, pero estaba hablando literalmente.

El Modulador emite un suave zumbido mientras el último rayo de sol se filtra por la ventana circular. Afuera, la división del pueblo se hace más evidente; una línea serpenteante separa ahora claramente dos secciones que comienzan a distanciarse.

—No necesitamos anclajes —declaro, sintiendo una extraña calma—. Necesitamos un puente.

5. El pueblo dividido

El observatorio se estremece bajo mis pies. A través de la ventana circular, contemplo cómo las primeras casas de la parte alta de Altomira ya no solo flotan, sino que comienzan a elevarse con determinación. Una sensación extraña me invade el estómago, como si yo también estuviera perdiendo gravedad.

Don Tomás se acerca cojeando hasta situarse frente a mí. Su bastón golpea el suelo con fuerza, anclándolo a la realidad que se desmorona a nuestro alrededor.

—Tienes que elegir, arquitecto —me espeta, con una dureza que nunca antes le había visto—. Como elegiste hace diez años. Quedarte o irte. Esta vez, otros dependen de ti.

Sus palabras me golpean como un puñetazo en el pecho. Los gritos ahogados de los vecinos y la mirada expectante de Lucía intensifican la presión. Diez años huyendo de este lugar, de estas personas, de esta realidad que siempre consideré demasiado pequeña para mí. Y ahora, el peso de todas esas decisiones converge en este instante.

Un crujido aterrador recorre la estructura de la casa. El tiempo se agota.

—¿Qué hago? —murmuro, más para mí mismo que para los demás.

—Lo que Margarita hubiera hecho —responde Don Tomás, suavizando ligeramente su tono—. Aceptar lo inevitable y darle forma.

Respiro hondo y me giro hacia el Modulador. Sus engranajes brillan con un fulgor casi sobrenatural bajo la luz mortecina del atardecer. Reconozco en su diseño los principios que estudié en mi tesis doctoral: geometría paramétrica que responde a campos gravitacionales. Mi bisabuelo lo imaginó, mi tía abuela lo construyó, y ahora me toca a mí operarlo.

Mis manos se mueven con determinación sobre los controles. Ajusto el ángulo de los anillos concéntricos según los cálculos de Margarita. Calibro las tensiones en los puntos descritos en sus cuadernos.

—Lucía —digo sin apartar la vista del mecanismo—. Necesito que gires esa manivela exactamente cuando te lo indique.

La miro, pero ella simplemente se acerca sin dudar y asiente, colocando sus manos sobre la manivela de latón.

El Modulador emite un zumbido que aumenta gradualmente de intensidad. Los engranajes comienzan a girar por sí solos, como si reconocieran mi presencia, mi sangre, mi linaje.

—¡Ahora! —ordeno a Lucía, y nuestras acciones sincronizadas liberan una vibración que recorre toda la estructura.

El Modulador vibra bajo mis manos mientras sus engranajes giran con precisión matemática. Cada ajuste que realizo provoca una respuesta inmediata en el mecanismo, como si la máquina respondiera a un lenguaje que solo mi familia puede entender.

—Un cuarto de vuelta más —indico a Lucía, que gira la manivela con decisión—. Despacio... ¡ahora!

El zumbido se intensifica. A través de la ventana del observatorio, veo cómo la división del pueblo comienza a seguir un patrón ordenado, como si una mano invisible trazara una línea perfecta entre las dos mitades de Altomira.

—Está funcionando —murmura Lucía, con una mezcla de asombro y preocupación en su voz—. Exactamente como ella decía que ocurriría.

Un temblor recorre la casa entera. Por un momento, temo haber cometido un error, pero entonces lo siento: la suave pero inequívoca sensación de elevación. No es un desprendimiento violento, sino un movimiento fluido y controlado, como si la casa de Margarita hubiera estado esperando este momento durante décadas.

Desde nuestra posición privilegiada, contemplamos cómo la mitad superior de Altomira comienza a separarse de su base. Las casas, los tejados, las calles empedradas... todo se eleva con una gracia que desafía la lógica. La brecha entre las dos mitades del pueblo se ensancha gradualmente, revelando un abismo que crece por segundos.

El observatorio se estremece bajo mis pies. Una sensación extraña me invade el estómago, como si yo también estuviera perdiendo gravedad.

Don Tomás se acerca cojeando hasta situarse al borde de la plataforma elevada. Su bastón golpea el suelo con fuerza, anclándolo a la realidad que se desmorona a nuestro alrededor. Con un movimiento sorprendentemente ágil para su edad, salta hacia una cornisa que aún permanece conectada a tierra y se aferra con ambas manos a una columna antigua.

—Este viejo se queda en tierra —grita mientras sus nudillos se blanquean por la fuerza con que agarra la estructura—. Alguien tiene que quedarse para contar la historia. Y siempre he preferido tener los pies en la tierra. Además —añade, con ese brillo pícaro que tan bien conozco—, alguien tiene que quedarse para vigilar que el bar no se quede sin provisiones cuando todo esto acabe.

Sus palabras atraviesan el aire cada vez más enrarecido entre nosotros. Observo su figura disminuir gradualmente mientras la distancia se amplía. Su elección es inquebrantable, tallada en la misma piedra a la que se aferra.

La casa de Margarita continúa su ascenso inexorable, separándome metro a metro de la tierra, de Altomira, de todo lo que una vez dejé atrás deliberadamente. El suelo bajo mis pies se siente cada vez más liviano, como si la gravedad fuera una sugerencia más que una ley.

A mi lado, Lucía permanece en silencio, con las manos aún sobre los controles del Modulador. Cuando finalmente aparta la vista del mecanismo y me mira, sus ojos contienen todo lo que nunca nos dijimos: reproches por las cartas no leídas, preguntas sin respuesta, y algo más que no logro descifrar completamente. ¿Anhelo? ¿Resignación?

Mi cuerpo se siente liviano, pero mi pecho se comprime con un peso que reconozco demasiado bien. Es el mismo que sentí hace diez años cuando decidí alejarme de este lugar, de ella, de todo lo que consideraba demasiado mágico y poco racional.

Miro hacia abajo, hacia la mitad del pueblo que sigue firmemente anclada a la tierra. Allí está Don Tomás, testigo y guardián de lo que queda. Lucía se incorpora a su lado. Ha bajado junto a él y no me he dado ni cuenta.

Luego miro hacia arriba, hacia lo desconocido que nos espera a medida que ascendemos. El legado de Margarita, las respuestas sobre mi bisabuelo, todo lo que nunca entendí.

La brecha se ensancha. En cuestión de segundos será imposible saltarla.

El Modulador vibra bajo mis dedos, obedeciendo a los ajustes que realizo mecánicamente. La casa de Margarita continúa elevándose, llevándome con ella hacia aquel misterio que tanto obsesionó a mi bisabuelo y a mi tía abuela. Mientras contemplo los dos mundos separándose —uno ascendiendo al cielo, otro aferrado a la tierra—, algo se quiebra dentro de mí.

Una claridad repentina me golpea con la fuerza de una revelación física. No es el cielo lo que necesito ahora. No son respuestas sobre fenómenos imposibles ni legados familiares. Es algo mucho más tangible, más urgente.

Miro a Lucía abajo en la plaza, que me devuelve una mirada seria y adusta. Su perfil iluminado por el cielo del atardecer me devuelve, como un espejo implacable, la imagen de todo lo que abandoné. Diez años huyendo. Diecisiete cartas sin respuesta. Seis de ellas ni siquiera abiertas. Una década entera construyendo una vida de certezas mientras ignoraba sistemáticamente las preguntas más importantes.

«Si te vas ahora, no habrá otro momento», me dice una voz interior. El misterio de mi familia seguirá ascendiendo, pero las palabras no dichas entre Lucía y yo permanecerán para siempre en ese abismo que crece a nuestros pies.

El conocimiento me atraviesa como una corriente eléctrica: necesito cerrar este círculo antes de poder abrir otro. Necesito confrontar mi pasado antes de enfrentarme a lo desconocido.

Casi sin pensarlo, me aparto del Modulador y me precipito hacia el borde del tejado. El viento azota mi rostro mientras evalúo la distancia hasta la parte anclada del pueblo. Tres metros. Quizás cuatro. Y aumentando por segundos.

Mi mente de arquitecto calcula instintivamente ángulos, distancias, posibilidades de impacto. La caída podría ser mortal si fallo. El espacio entre ambos mundos ya es demasiado grande para un salto seguro.

La brecha sigue creciendo. Es ahora o nunca.

Me posiciono en el borde, mis músculos tensos como cables de acero. Inhalo profundamente. Una parte de mí sabe que este salto es una metáfora perfecta: estoy a punto de lanzarme al vacío para regresar a todo lo que una vez abandoné.

Cierro los ojos durante una fracción de segundo, más para reunir coraje que para negar la realidad que se despliega ante mí. Todo arquitecto conoce el principio básico de la gravedad: lo que sube, debe bajar. Pero no siempre podemos elegir cómo o cuándo.

Me lanzo al vacío con un grito que brota desde lo más profundo de mi ser. El aire me golpea con violencia mientras la casa de mi tía abuela continúa su ascenso inexorable hacia lo desconocido. Por un instante eterno, floto entre dos mundos: el que se eleva hacia el cielo llevándose consigo un legado familiar de misterios y el que permanece anclado a la realidad con todas sus heridas abiertas.

El impacto contra el suelo es brutal. Mis rodillas absorben el golpe principal, seguidas por mis manos y, finalmente, mi hombro izquierdo, que cruje de manera alarmante. Ruedo varias veces sobre el empedrado irregular hasta que mi cuerpo se detiene junto a un viejo banco de piedra.

El dolor llega en oleadas, pero estoy vivo. En tierra firme.

A mi alrededor, los vecinos de Altomira gritan y señalan hacia el cielo donde la mitad superior del pueblo —con la casa de Margarita como epicentro— continúa su lento pero constante ascenso. Algunos lloran, otros rezan, mientras varios simplemente contemplan boquiabiertos el espectáculo imposible.

Don Tomás se acerca cojeando hasta mí, su bastón golpeando el suelo con ritmo irregular.

—Vaya salto, arquitecto —comenta con su habitual sarcasmo, pero hay un tono de admiración en su voz—. ¿Tanto miedo te da la altura? ¿O hay otra razón para quedarte con nosotros, los mortales?

No tengo tiempo de responder. Una conmoción entre la multitud llama mi atención: Lucía se abre paso entre los vecinos atónitos, su rostro una mezcla indescifrable de emociones. Nuestras miradas se cruzan mientras me incorporo tambaleante, sacudiéndome el polvo de la ropa.

Se detiene a pocos pasos de mí, sosteniendo algo contra su pecho. Un sobre.

—Francisco —dice, su voz tensa pero firme—. Encontré esto entre los libros caídos de la biblioteca. Estaba oculto en un ejemplar de astronomía que Margarita consultaba con frecuencia.

Extiende hacia mí un sobre amarillento. Su mano tiembla ligeramente cuando me lo entrega, nuestros dedos rozándose por primera vez en diez años. Una corriente eléctrica me recorre la espina dorsal.

—Es otra carta de ella —continúa, mientras lo abro con dedos torpes—. Contiene ecuaciones... para un segundo mecanismo.

El papel cruje entre mis manos. Despliega ante mis ojos una serie de fórmulas matemáticas complejas, trazos precisos que reconozco como la caligrafía de Margarita. Diagramas y bocetos ocupan los márgenes, sugiriendo una estructura que se asemeja al Modulador pero con diferencias cruciales.

—¿Un segundo mecanismo? —pregunto, mi mente acelerándose al intentar comprender las implicaciones.

Lucía asiente, acercándose para señalar un párrafo específico.

—Según esto, Margarita estaba trabajando en un dispositivo que permitiría el viaje voluntario entre los dos planos. Una forma de conectar ambos mundos de manera controlada, en ambas direcciones.

—Las ecuaciones están incompletas —observo, pasando los dedos por los símbolos que se interrumpen abruptamente en la parte inferior de la página.

—Lo sé —responde—. Creo que esperaba que tú las completaras. Tu especialización en estructuras paramagnéticas...

El vibrar de mi teléfono interrumpe bruscamente este momento. La pantalla se ilumina con un nombre que me devuelve de golpe a otra realidad: "Papá". Tres llamadas perdidas.

Antes de que pueda decidir si responder, llega un mensaje de texto: "Francisco, tienes que volver a Madrid inmediatamente. La situación en ese pueblo no es segura. Un helicóptero de emergencias puede recogerte en una hora. Confirma tu ubicación. No discutas".

Don Tomás observa por encima de mi hombro y suelta una risa seca.

—Ah, la tercera generación Miralles frente a la misma encrucijada —murmura—. Tu bisabuelo eligió el cielo. Tu abuelo, la tierra y Madrid. ¿Y tú, arquitecto?

El teléfono vuelve a vibrar en mi mano. Otro mensaje de mis padres: "Francisco, esto no es negociable. No sabemos qué locura está ocurriendo allí, pero sea lo que sea, no es tu problema. Tu lugar está aquí. Confirma tu posición para el helicóptero. Ahora."

Alzo la vista hacia el cielo donde la casa de Margarita continúa elevándose, cada vez más pequeña, llevándose consigo una parte literal y metafórica de mi herencia. Las ecuaciones incompletas tiemblan en mi otra mano, promesa de un puente entre mundos que podría construir... o abandonar.

Don Tomás golpea su bastón contra el suelo con fuerza, reclamando mi atención.

—Mira, chico —dice, con una seriedad impropia de él—. Llevas toda la vida cargando con las decisiones de tu familia. Tu bisabuelo marchándose al cielo. Tu abuelo huyendo a Madrid. Tus padres negando este lugar. —Hace una pausa para mirar significativamente el teléfono que no deja de vibrar—. Pero la respuesta a tu dilema no me la debes a mí, ni a ellos.

Su mirada se desplaza hacia Lucía, que permanece a pocos pasos, con los brazos cruzados sobre el pecho, aparentemente impermeable a la tensión del momento pero con los ojos brillantes de emociones contenidas.

—Se la debes a ella —concluye Don Tomás, señalándola con un gesto de barbilla—. Y a ti mismo.

Con esa sentencia, el anciano da media vuelta y se aleja cojeando entre la multitud dispersa, su figura encorvada tragada gradualmente por las sombras del atardecer.

El silencio que queda entre Lucía y yo parece expandirse como la brecha entre las dos Altomiras. Diez años de palabras no dichas, decisiones que nos separaron, cartas no leídas. Ahora, solo quedamos nosotros dos, frente a frente, con un pueblo literalmente dividido como testimonio perfecto de nuestra situación.

El teléfono vibra una vez más en mi mano. El mundo racional exige mi regreso. Las ecuaciones incompletas prometen un desafío que solo yo puedo resolver. Y Lucía, con su mirada insondable, espera una respuesta a una pregunta que ni siquiera ha formulado.